Yo creo en las hadas. Siempre he creído en ellas. Pero, por si se me había olvidado, el pasado viernes Teatro Tagaste me lo recordó y lo hizo a través de un sueño que podía tocar, y que me tocó, que podía oler, que podía escuchar, que podía ver y que podía incluso saborear.
Todo comenzó la tarde del jueves. Yo ya había claudicado en mi idea de ver el musical ‘El Sueño de Nunca Jamás’. Sin embargo, el destino me reparaba una gran sorpresa: dos entradas. Las gracias para una persona maravillosa que conozco gracias a mi profesión y que sé que es una de las grandes personas que se han cruzado en mi camino y que nunca se marcharán. Quienes tienes qué saber quién es lo saben. Mil gracias!!!!
A partir de ahí, el sueño fue tomando forma poco a poco. En mi cabeza surgían ideas, pinceladas de lo que creía podría llegar a ver. Pobrecita niña de mi interior… no dio ni una. Las ideas crecían, se convertían en majestuosas, en imposibles… aún así no fue suficiente.
Llegó la hora del espectáculo. La Banda Municipal ‘Maestro Arroyo’ se encargó de crear el ambiente necesario para transportarnos a otro mundo. A Nunca Jamás. Allí donde los sueños se cumplen. Allí donde los niños no crecen. Allí donde mi niña interior, la que los que me conocen saben que nunca he descuidado, siempre quiso estar. Y casi sin darme cuenta comenzaron a correr los relojes y yo a olvidar el paso del tiempo y a sorprenderme.
Lo primero que me maravilló fueron los decorados. Yo, enamorada del atrezzo y de la decoración, no podía dejar de observar cada detalle. Cada pequeño objeto colocado milimétricamente exactamente donde debía estar. Cada color medido con los ojos de quien sabe manejar la atención. Cada espacio lleno y vacío de lo que necesitaba.
Una vez convencida de que lo que mis ojos veían era fruto del trabajo de aficionados, pero pensando que ningún profesional puede hacerlo mejor, llegó la sorpresa de los personajes. Tan reales, tan creíbles, tan de cuento que no podía imaginar que niños y jóvenes fueran los encargados de darles vida. Todo era tan real y tan imaginario a la vez que no podía perderlos de vista ni un segundo. Y menos cuando descubrí la maravillosa voz de quienes nos transportarían a ese lugar tan imaginado y tan querido. Voces firmes, con matices imposibles, con ritmo de cuento, con mensajes que contar. Un bello ejercicio de música, ritmo y poesía digno de las grandes producciones de Disney y las guías perfectas para la historia.
Todo ello crece de forma exponencial cuando ves en escena a decenas de personas que se mueven al unísono, que hablan como una sola voz, que cantan como un coro celestial. Y que nadie olvide que en muchos de esos momentos quienes encarnan los personajes son niños pequeños. Niños que podrían ser la envidia de grandes actores de las tablas. Niños que se muestran como grandes estrellas y que funcionan tras bambalinas y en escena como un ejército: uniformados, ordenados y eficaces.
Y con todos estos ingredientes fueron pasando los minutos, incluso las horas. Todo medido. Todo estudiado. Todo bajo la batuta de Javier Gutiérrez y su metodismo más que comprobado. Todo tan espontáneo a los ojos del espectador como encandilador.
Y llega el fin. Y se enciende la luz. Y piensas que no puede ser real. Que quieres quedarte en ese mundo lleno de hadas, piratas, niños perdidos y sirenas. Pero no, lo único que te queda es el sabor de un sueño al despertar. Sin embargo, la persona que entró a ver aquella obra maestra no es la misma que salía por la puerta del Ideal. Era más niña, creía más en las hadas, soñaba con un país lejano y miré al cielo. Estaba lleno de estrellas y pensé: en aquella estrella de allá debe estar Nunca Jamás. Y en aquella misma estrella una pequeña Sara juega con los niños perdidos. Y volví a creer con más fuerza aún si cabe: creía en hadas, en piratas, en niños perdidos y en sirenas. Y pensé, a la vez, que Wendy tenía razón: he crecido y he vivido miles de cosas en el proceso que son maravillosas y que no cambiaría por nada. Una de ellas era ese musical. Sin embargo, siempre anhelaré volver a Nunca Jamás y disfrutar de sus secretos.
Y para quienes aún no lo hagan: “hay que creer, hay que creer, hay que creer… en las hadas”. Y creer en que la ilusión, el trabajo, el esfuerzo y las personas con iniciativa, creatividad y ganas de vivir son las mueven el mundo y nos mueven con ellos. A Javier Gutiérrez y todo el elenco de actores. A la Banda Municipal ‘Maestro Arroyo’. A los tramoyistas y todos los que han colaborado aunque sea en coser un solo botón. A todos ellos: GRACIAS. Gracias por hacer que las expectativas más altas sean superadas. Gracias por hacernos volver a creer. Y gracias por hacernos crecer de vuestra mano. Será una experiencia que NUNCA JAMÁS olvidaré.
PD: Os ha hablado un simple enamorada del teatro. Una espectadora encantada. No soy crítica y ni pretendo serlo. Sólo quería que comprendierais un poco lo que yo sentí.